Albert Camus pudo haber sido, por derecho propio, el cronista de aquel mes galo. La persona que mejor ha podido comprender esa complicada marabunta de hechos, sobre una sociedad francesa aburguesada, en la cual los estudiantes eran los más consentidos
Recordar el mayo del 68 en París


Recordar el mayo del 68 en París – Han retornado ahora las evocaciones del “Mayo Francés de 1968”, unos sucesos que hicieron resurgir rebeldía libertaria entre los estudiantes, mientras los adoquines levantados en las calles de París – y en otras ciudades de Francia – se convirtieron en bramidos ensordecedores y eslóganes de coraje, que hoy, medio siglo después, continúan subsistiendo en el tiempo, y apretadas en nuestra memoria.

“Prohibido prohibir” – una negación sobre la frase misma – ; “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, “La imaginación al poder”, o “Cuánto más hago la revolución, más ganas tengo de hacer el amor”, ya que durante esas jornadas los estudiantes, grupos de intelectuales de izquierda, y obreros que les acompañaron, intentaron hacer limaduras del Viejo Orden existente y, sobre ello, obtener más libertad sin parapetos bajo la doblez de esos días con la derecha en el poder.

En ese retablo de prodigios linajudos, frente a la fachada de la catedral de Notre-Dame – hoy ya recuperada tras el pavoroso fuego padecido – coincidieron actores tan dispares como los universitarios desencantados, jóvenes movilizados contra la guerra de Vietnam, trabajadores insatisfechos, y aglomeraciones llegadas de los cinco continentes, deseosas de emanciparse de las murallas farsantes, las peinillas, o las imposiciones del mandamás gobierno de turno.

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Después de aquel fogonazo que no llegó a triunfar totalmente, y si ayudó a cambiar la pasividad de la sociedad de aquel entonces, ha trascurrido un largo tiempo sin poder aún olvidar aquellos días del mayo parisino.

¿Raíces del suceso? Las utopías desilusionadas se fueron cuajando, y la mayoría se hicieron bruma sobre las aguas del Sena.

En los rostros de los jóvenes cabecillas de aquel entonces – Alain Geismar, Daniel Cohn-Bendit y Jacques Sauvageot – se levantaron surcos de arrugas, y en París, al final de tantas consignas, crecieron pedruscos contra las fachadas, dando molinetes entre los vapores de sus quimeras anheladas.

Uno, el escribidor de estas líneas, llegó a Paris el miércoles 15 de mayo. El día anterior fue un estampido culminante. Las alegres juventudes bulliciosas ocuparon La Sorbona y la declararon Comuna Libre; se apoderaron del corazón del Barrio Latino y el Boulevard Saint Germain; fue tomado el teatro Odeón, centro de la cultura francesa, a la vez que su director, Jean Louis Barraut, se unía a la revuelta.

En el distrito de Nanterre se levantó la facultad libertaria, mientras los obreros de SudAviation dominaban la fábrica. Todo parecía el fin del siglo, que por extraños e incomprensibles vericuetos se adelantaba.

Al final del mes, cuando retornó la calma a la metrópoli tras aquel discurso del general De Gaulle, el líder juvenil Daniel Cohn Bendit, bautizado como “Dany el Rojo”, señaló:

“Después de lo que hemos vivido durante este intervalo de tiempo, ni el mundo ni la vida volverán a ser como eran”.

Fue sin duda un mayo florido producto de un estallido ilusorio que, tal como emergió, se fue. Al final solamente quedó la nostalgia de un tiempo irrepetible y excepcional.

El escritor Daniel Picouly, quien vivió el momento mágico a fondo, habla de una mitología clavada en ese “mayo del 68”. Cierto. Y todos los de aquel entonces, en cierta forma, ayudamos a mantener esa utopía.

¿Qué han dejado aquellos días en nosotros? Con franqueza, no lo sabemos. Mi existencia personal sigue siendo calmosamente simple. En aquellos días escribía en un diario pequeño de provincia, gacetillas al vuelo, sobre el acontecer cotidiano sin pena ni gloria.

Muerto en los albores de aquellos años sesenta, Albert Camus pudo haber sido, por derecho propio, el gran cronista de ese mes galo. La persona que mejor hubiera podido comprender aquella complicada marabunta de hechos sin sentido aparente, sobre una sociedad francesa aburguesada, en la cual los estudiantes eran los más consentidos en la Europa de aquel entonces.

Camus había dicho: “Los errores son alegres, la verdad infernal”. Y eso sucedió, ya que aquel mes exuberante, preludio de un caluroso verano, los slogans, usos y costumbres de toda una sociedad, cambiaron de forma radical.

En el periódico de ocho hojas, en una ciudad de Valladolid barbacana y seca, llegaban mis notas a los tres redactores que componíamos la plantilla – todos barbilampiños – y a tal causa repletos de asombro, les parecía toda una alucinación, en una España donde casi nunca pasaba nada.

Las primeras palabras enviadas e insertadas en primera página sobre el acaecimiento parisino indicaban:

“París ha vivido una explosión no conocida desde La Comuna, que ha puesto en jaque las bases del ordenamiento social imperante: el modo de producción, la jerarquización, la familia y las costumbres sexuales.

Más Información de nuestro enviado especial a Paris en páginas interiores”.

La urbe francesa, se había vuelto una fiesta aún sin Ernest Hemingway, siendo el momento puntual –no volvió a haber otro más – en que las paredes tuvieron la palabra, y no los libros. Había nacido el graffiti como expresión de rebeldía, y algunas de aquellas frases, sin que lo supiera quien las escribió, pasaron a la historia:

“Debajo de los adoquines está la playa”; “La imaginación al poder”; “Cuando el dedo muestra la luna, el imbécil mira el dedo”; “Tengo algo que decir, pero no sé qué”; “La perspectiva de gozar mañana nunca me compensará del aburrimiento de hoy”; “El respeto se pierde, no vayáis a rebuscarlo”.

No hay duda: aquellos días parisinos fueron prodigiosos para poder tasar el precio de la libertad. Después, nuestro regreso España continuó siendo inclemente y cicatero.

EO// por RAFAEL DEL NARANCO con información de: El Universal