Naturalmente, también hay organoides cerebrales. Y son especialmente valiosos porque en muchos casos ni siquiera los animales son buenos modelos del cerebro humano, dado que no tienen nuestra complejidad ni padecen algunas de nuestras enfermedades

Organoides cerebrales, la nueva pista genética del autismo. Lo que hoy se conoce como Trastornos del Espectro del Autismo (TEA) es en realidad un término paraguas que engloba distintas condiciones, cuyas causas no necesariamente tienen por qué ser comunes.

Pero aunque pueda haber diversos factores involucrados, y con el conocimiento de hoy el autismo no se puede predecir, prevenir ni “curar”, los estudios apuntan a que prima un componente genético. Lo cual no siempre implica una herencia paterna o materna, ya que cada uno nacemos con un número de mutaciones que han surgido en nuestro genoma y que nuestros padres no tenían. Si tenemos suerte, no tendrán ningún efecto perjudicial. Si no la tenemos, sí.

Pero no existe un solo gen implicado y determinante en los TEA, sino que se han identificado muchos que pueden aportar un cierto riesgo. Actualmente es imposible saber cuáles pueden ser los efectos de estas variantes de genes en el resultado final. Sin embargo, hoy existe una nueva y poderosa herramienta de investigación que apenas está dando sus primeros balbuceos, pero que promete grandes avances: los organoides cerebrales.

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Un organoide es una versión simple y a escala reducida de un órgano, fabricada en un laboratorio a partir de células madre, y que en su estructura y funcionamiento trata de parecerse lo más posible al órgano real. Esta tecnología comenzó a desarrollarse a comienzos de este siglo, creándose primero organoides humanos que simulaban el hígado o las vellosidades del intestino. Con el tiempo la idea se ha ido aplicando a la creación de réplicas a pequeña escala —microscópica o de unos pocos milímetros— de otros tejidos, como esófago, estómago, riñón, páncreas, corazón, pulmón…

Los organoides son una consecuencia esperable de la tecnología de células madre, pero no era tan esperable lo mucho que se ha conseguido avanzar en pocos años. Ya se están utilizando para el estudio de la función de los órganos, sus enfermedades y tratamientos. En el futuro los organoides humanos podrían ser el sustituto tan necesitado de la experimentación con animales, aunque este es un horizonte que todavía se ve lejano. Y más lejano aún parece el sueño de llegar a crear in vitro órganos completos a partir de las células madre de un paciente que le sirvan como repuestos. Pero todo se andará.

Minicerebros en cultivo

Naturalmente, también hay organoides cerebrales. Y son especialmente valiosos porque en muchos casos ni siquiera los animales son buenos modelos del cerebro humano, dado que no tienen nuestra complejidad ni padecen algunas de nuestras enfermedades. En 2008 se crearon los primeros cultivos humanos de tejido de corteza cerebral, y en 2013 ya se obtenían organoides cerebrales del tamaño de guisantes. Posteriormente se han conseguido otros avances en paralelo: que los organoides creen sus propios vasos sanguíneos, que se conecten a fibras musculares o nervios espinales, que desarrollen estructuras rudimentarias de ojos o que funcionen una vez trasplantados al cerebro de ratas o ratones.

Pero este también es un terreno espinoso, porque el cerebro, a diferencia del corazón o el estómago, piensa. El pensamiento, la memoria o los sentimientos no son más que actividad electroquímica cerebral, y esta actividad existe en los organoides. Debe quedar claro que estos solo representan una pequeñísima parte del cerebro, y además incompleta, ya que carecen del resto de las células que completan la función cerebral. Cuando algún investigador ha equiparado la actividad eléctrica de las neuronas de un organoide a un tipo primitivo de pensamiento, no debe entenderse que estos minicerebros sean capaces de reflexionar sobre su propia existencia o sobre el sentido de la vida. Pero sí que tal vez lleguen a pensar como lo haría un animal muy simple. Y como tal, quizás merecerían la consideración de animales. Es por esto que los investigadores en el campo de los organoides cerebrales avanzan con pies de plomo, atentos a las implicaciones éticas, y piden que se mantenga el debate.

Pero también piden que se siga avanzando en investigaciones que ya están demostrando su enorme valor. Los organoides cerebrales no solo pueden modelizar la fisiología del cerebro humano mejor que cualquier animal, sino que además es mucho más fácil y rápido alterar sus genes para estudiar su desarrollo en vivo y en directo como ocurriría durante el crecimiento del feto, y comprobar cuál es el resultado en caso de que esas alteraciones puedan ser significativas en situaciones reales. Como ejemplos relativos al autismo, dos estudios publicados en los últimos meses.

Autismo y macrocefalia

En agosto Nature Neuroscience publicaba un estudio en el que los investigadores, de la Universidad de Yale, la clínica Mayo y otras instituciones, han creado organoides cerebrales utilizando células madre de 13 niños diagnosticados con autismo; ocho de ellos tenían macrocefalia, un aumento del tamaño de la cabeza que se observa en un 20% de los niños con autismo y que suele relacionarse con casos de autismo más profundo. Los autores los compararon con organoides construidos a partir de células madre de sus padres.

Lo que han observado es que, solo unas semanas después de lo que sería el inicio del desarrollo cerebral en el feto, en las redes neuronales que forman los organoides de TEA aparecen sendas anomalías que son opuestas en el autismo con macrocefalia o sin ella, a pesar de que, exceptuando esta diferencia, los niños tienen los mismos síntomas en un caso y en otro. En los organoides de TEA y macrocefalia hay un crecimiento excesivo de neuronas excitadoras, aquellas que transmiten el impulso nervioso a otras (en contraste con las inhibidoras, que tienden a detenerlo), mientras que en los casos sin macrocefalia hay un déficit de estas mismas neuronas.

Este resultado casi plantea más preguntas de las que responde. El hecho de que haya niños con los mismos síntomas que muestran anomalías contrapuestas ilustra lo complicado que es delimitar las causas del autismo. Pero según los autores, también pueden extraerse pistas útiles: es posible que en los niños con macrocefalia ciertos posibles síntomas como la epilepsia puedan tratarse con fármacos dirigidos a aplacar las neuronas excitadoras, mientras que no servirían en los otros casos.

En este estudio, los investigadores no han encontrado diferencias significativas en los genes que expliquen el distinto desarrollo neuronal en niños con o sin macrocefalia, pero sí han detectado ciertas proteínas reguladoras de los genes que aparecen de forma diferente en unos casos y otros, y que se corresponden con genes de riesgo previamente detectados.

Genes sospechosos, uno por uno

En un segundo estudio publicado en septiembre en Nature, investigadores del Instituto de Biotecnología Molecular de Austria —este fue el grupo que perfeccionó el método para crear organoides cerebrales— y del politécnico ETH de Zúrich han creado organoides con genes modificados (utilizando el sistema de edición genética CRISPR, una herramienta hoy imprescindible en biología molecular).

En concreto, han modificado un total de 36 genes previamente asociados al autismo, uno por uno en cada una de las células individuales, de modo que el resultado es lo que se llama un mosaico: un órgano formado por células que tienen alteraciones distintas, como los diferentes colores de un mosaico. De este modo pueden analizar la contribución concreta de cada uno de esos genes a las anomalías. Esto sería imposible hacerlo con animales, sería imposible hacerlo sin organoides, sería imposible hacerlo sin CRISPR y sería imposible hacerlo sin un potente sistema informático de Inteligencia Artificial capaz de analizar miles de combinaciones de cambios individuales en miles de células.

De hecho, el volumen de datos es tan brutal que probablemente seguirá produciendo resultados futuros. Por el momento, los investigadores han conseguido localizar ciertos genes que, cuando fallan en ciertos precursores neuronales —las células madre que originan las neuronas—, desencadenan anomalías en el desarrollo fetal del cerebro que se observan en los TEA, como han comprobado comparando los organoides modificados con otros creados a partir de células madre de dos niños con autismo. En otras palabras, han podido identificar qué tipos de precursores neuronales son más vulnerables a qué mutaciones en el desarrollo del cerebro de los TEA; los talones de Aquiles, según los propios investigadores.

Además, han podido establecer que los 36 genes estudiados forman parte de una red de regulación que controla ese desarrollo, como si fueran máquinas de una misma factoría que deben funcionar de forma coordinada y ordenada para que se obtenga el producto final; si alguna de ellas falla, el error afecta a un proceso concreto, pero el resultado final es común.

No hay una aplicación inmediata de estos resultados, pero sí un mayor acercamiento al componente genético del autismo, que es el mayoritario. Y no solo los resultados continuarán llegando gracias a esta técnica, sino que además podrá aplicarse también a otros tipos de organoides no cerebrales para estudiar cómo ciertas mutaciones en ciertos genes afectan al desarrollo del organismo en otras enfermedades de origen genético.

EO//Con información de: 800Noticias