El actor fue una estrella de la época dorada del cine francés, conocido por su personalidad de tipo duro en la pantalla en éxitos como El samurái y Borsalino
Muere a los 88 años Alain Delon, el rostro perfecto del cine. Cuando en 2019 el Festival de Cannes no tuvo otra que rendirse a lo inevitable y, en consecuencia, rendir homenaje a uno de los más grandes iconos que ha dado el cine (todo él no solo el francés), eligió para el acontecimiento una película muy particular. Fue la misma que se estrenó en la Croisette en 1976 y de la que Alain Delon, además de protagonista (doble protagonista) fue productor.
Dirigida por Joseph Losey, El otro señor Klein, de ella hablamos, cuenta la historia de un rico marchante de arte que un buen día es confundido (o sólo es él el que se confunde) con otro hombre de su mismo nombre. El primero se enriquece a cuenta de la desesperación de los judíos perseguidos en Francia allá en 1942.
El segundo es precisamente uno de los judíos perseguidos. Con estos elementos tan cerca de Kafka, el director de El sirviente insistía en confeccionar una fábula turbia y opresiva sobre la fragilidad del ser humano, sobre el poder de la sociedad (así en general o en su forma concreta de Estado) para acosar al individuo hasta la más evidente de las humillaciones y –terreno inconfundiblemente Delon– sobre la figura del doble, sobre la imagen reflejada que discute a la realidad su verdad. Eso en esencia es el cine y eso, en esencia, obsesionó a Delon desde que exigiera a René Clément ser Tom Ripley en A pleno sol (1960). Ningún otro argumento ha perseguido de forma tan insistente la filmografía de un actor. Y su misma vida.
El domingo los hijos del mito dieron una noticia que se antoja imposible. Alain Delon moría a los 88 años. En un comunicado conjunto a la agencia AFP, decían: «Alain Fabien, Anouchka y Anthony, junto con (su perro) Loubo, se entristecen profundamente al anunciar la muerte de su padre. Falleció en paz en su casa de Douchy, rodeado de sus tres hijos y su familia. (…) Su familia les ruega que respeten su intimidad en este momento de duelo tan doloroso», reza el texto. Falleció «a primera hora de la noche», concluye.
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Todas las definiciones de Alain Delon se antojan excesivas en su mutismo, en su osado e imposible empeño de captar la contradicción de lo inefable. Él mismo decía de sí mismo que era un accidente. «Actuar es una vocación con años de aprendizaje.
Ser actor es un accidente. Soy un accidente», le gustaba repetir. El citado Losey se refería a él como «una tragedia». Brigitte Bardot, más lírica, subrayaba la paradoja como única forma de acercarse a él: «Lo mejor y lo peor, a la vez inaccesible y cercano, frío y ardiente». Y Vincent Lindon, quizá con un pellizco de envidia, dejaba un axioma para el recuerdo: «No es un actor, Alain Delon es un objeto de deseo. Ni siquiera es sexy, ni masculino, ni femenino: es una belleza infernal». Y una más (ésta de su amigo Pascal Jardin): «Tiene una mirada férrea sobre el mundo donde, en el fondo, vemos brillar las lágrimas de la primera infancia».
Cuentan que cuando, sin apenas experiencia como actor, Clément le ofreció trabajar en A pleno sol (1960), pensaba en él para interpretar a Greenleaf, el hijo de familia ocioso y juerguista que es asesinado en el primer tercio. Pero él vio claro que tenía que ser el otro, el suplantador, el oscuro, el hombre que, en verdad, no es él. En El gatopardo (1963), su siguiente película con Visconti tras la seminal y violenta Rocco y sus hermanos (1960), el Príncipe Salina se mira en el espejo mientras se afeita y la figura del garibaldino Delon emerge de entre las sombras consciente de que su lugar como heredero le coloca exactamente al otro lado de ese mismo espejo, en el lugar exacto donde habita el futuro sin aristocracia. De nuevo, como posteriormente en El otro señor Klein, la figura del usurpador aparece no tanto como representación de lo real sino como la esencia misma de esa realidad de repente cuestionada.
Y así hasta llegar a El silencio de un hombre (1967) o El Samurai, de Jean-Pierre Melville, donde suyo es el papel del hombre sin nombre ni identidad capaz de ser todo y absolutamente nada. Apurando, se podría decir que es del mismo cine de lo que se habla, como el reino en el que el sueño toma el lugar de la vigilia. Y ahí, en efecto, Delon fue el rey; Delon acabó por ser, en su impetuosidad y rebeldía, cada uno de sus personajes, siempre a punto de explotar. Su forma de actuar consistía en estar: su talento era su presencia.
Alain Delon nació en Sceaux, al sur de París, el 8 de noviembre de 1935. Apenas era un niño de cuatro años cuando Francia fue ocupada, pero la auténtica catástrofe de su vida llegaría por esas mismas fechas cuando sus padres se separaron. Su madre, Edith, cuya belleza heredó, y su padre, Fabien, director de un cine en Bourg-la-Reine, siguieron con sus vidas y el crío empezó una vida azarosa de hogares de acogida e internados de los que fue, según contaba siempre con amargura cierta, sistemáticamente expulsado. Quién sabe si la semilla de lo fue no fue plantada ya entonces, en esa imperiosa necesidad de huir, de rebelarse, de llevar la contraria a todo, incluido a sí mismo. Tras pasar por el ejército y viajar a Indochina, cayó literalmente en París en 1956 con 21 años recién cumplidos. Y ya no hubo vuelta atrás. Un años después debutaría (por accidente) en When the Woman Gets Confused, de Yves Allégret, y la cámara caería rendida a sus pies. Sin remedio.
Repasar su filmografía se parece bastante a un ejercicio de hipnosis. En cada una de sus películas, solo parecen verse sus ojos. Siempre desafiantes. Su filmografía acapara el cine de autor de la mano de la mano de Visconti, Losey, Clément, Zurlini o Antonioni, con el que rodó El eclipse (1962), justo al lado del cine más popular con su simpar rivalidad con el otro gran icono francés, Jean-Paul Belmondo, en el centro de todas las polémicas y, admitámoslo, de todos los romances. Solo la Nueva Ola de Demy, Truffaut o Rohmer se le resistió, pero no tanto. Precisamente Nouvelle Vague (Nuelva ola) (1990), de Jean-Luc Godard, le agasajó para, como siempre en Godard, destruirle y volverle a montar de nuevo. Puro amor por el mito y por Delon. Y aquí, la permanente y siempre insatisfecha búsqueda del amor y de sí mismo. Con Romy Schneider vivió desde su conocimiento carnal en Las piscina (1969), de Jacques Deray, cinco años en el amor más irresistiblemente bello que ha dado el universo. Y luego Mireille Darc. Y luego Nathalie, con la única que se casó y madre de su hijo Anthony.
Y luego está el Delon amigo de Jean Marie Le Pen; el Delon de las opiniones desafiantes y estrepitosamente ridículas; el Delon homófobo («La homosexualidad es contra naturam», dijo) e irascible; el Delon que organizó peleas de boxeo privadas en los 60 en su castillo de Douchy donde acabó sus días; el Delon que hablaba de sí mismo en tercera persona; el Delon del ego desproporcionado; el Delon boicoteado en Cannes… «No se le va a entregar el Premio Nobel de la Paz. Es un reconocimiento a su carrera…» salió en su defensa Thierry Fremaux, director del certamen, cuando se le entregó la Palma de Oro de honor.
«Toda existencia está llena de contradicciones… Estamos hablando de un hombre que fue muy temprano a la guerra y que pertenece a otra generación. Es muy complicado juzgar con los patrones de hoy asuntos que forman parte del pasado», dijo. Y añadió: «Es un actor legendario y forma parte de la historia de Francia y de Cannes». De alguna manera, también este otro Delon era una reflejo del mito, una manera violenta y muy viril de boicotear su leyenda, de ser siempre otro, de ser Ripley. DEP
EO// Con información de: Mdz.com